martes, 29 de marzo de 2011

LA GUERRA DE LIBIA



La guerra de Libia ha surgido de una situación inesperada. Lo mismo ocurrió con la 1ª guerra de Irak, que se desencadenó tras la sorpresiva invasión de Kuwait. La segunda guerra de Irak hay que considerarla, no de forma aislada, sino como culminación por Bush II de lo que no hizo en la primera Bush I, derrocar a Sadam Hussein y propiciar un Irak democrático. La explosión de las revueltas en Túnez y Egipto, fruto de un creciente malestar económico relacionado con la crisis económica mundial que padecemos, está provocando un efecto dominó que contagia a otros países árabes. Libia es uno de ellos. Otro es Yemen. También en Qatar y Siria estallan revueltas. Por ello, no se debe perder de vista que esto no parece solo una ola fuerte y limitada al Mediterráneo, sino que parece un tsunami de alcance oceánico. Estamos ante un volcán, por seguir con metáforas geológicas, que puede poner al magma árabe en ebullición de nuevo. De ahí que debamos ser muy cautos y prudentes a la hora de tomar decisiones en relación con una situación cuyo final es muy difícil prever. Una situación que es grave, sobre todo, por el auge del fundamentalismo islámico sostenido hoy por grupos terroristas como Al Qaeda o países como Irán.
No sabemos si estamos ante meras revueltas o ante verdaderas revoluciones. Estas conllevan cambios profundos en la Constitución política de los países afectados. Pues una mera revuelta solo persigue el castigo de los abusos de los gobernantes, mientras que las revoluciones instauran nuevos usos, nuevas leyes y procedimientos políticos que hagan imposible la repetición de los abusos causantes de los levantamientos. Por tanto, esta sería la situación que verdaderamente nos debía ocupar, pues en el caso de que intervengamos militarmente para evitar posibles masacres o genocidios, debería ocuparse el país no solo por mar y por aire sino también por tierra, como ocurrió con la guerra de Kosovo. Aquella fue una operación humanitaria muy costosa y larga pero se justificaba por ocurrir en el corazón de Europa. ¿Estamos dispuestos a ocupar del mismo modo Libia? Creo que ello sería visto inmediatamente por la Liga Árabe como una injerencia neocolonialista y, por tanto,
agravaría el conflicto, lejos de solucionarlo. Por tanto, creo que si no se está dispuesto a considerar en serio la guerra civil libia como una guerra revolucionaria, cuyo desenlace debería ser la instauración de un régimen democrático o de una nueva República Islámica, deberíamos poner fin a la intervención. Es lamentable que existan dictadores como Gadafi pero, desgraciadamente, hay muchos por el mundo y los españoles al menos deberíamos evitar la tentación de lanzarnos como quijotes a intentar deshacer entuertos donde nadie nos llama, máxime en una situación económica tan grave como la que padecemos. Sería más útil que estas ansias de justicia se canalizasen, por ejemplo, con la creación de comedores de ayuda para los millones de parados, que se están quedando ya sin ingresos, a través de esos sindicatos que gozan de enormes subvenciones estatales.
Por tanto, solo se puede justificar una intervención militar si se pretende extender la democracia y evitar el ascenso del fundamentalismo islámico. Eso mismo fue lo que se dijo como un argumento básico para justificar la 2ª guerra de Irak. Como fondo pesa siempre, aunque no se diga porque no es políticamente correcto, el control del petróleo, sin el cual las economías occidentales podrían colapsar. Pero eso es algo que da lugar a un comportamiento cínico habitual que consiste en echar pestes contra el querer controlar el petróleo y no dejar de usar consecuentemente al mismo tiempo los servicios innegables que nos ofrecen hoy los coches, autobuses, aviones, etc., a unos precios accesibles al ciudadano medio. Pero también sabemos que no es fácil extender la democracia con las bayonetas. Es lo que ya le dijo Talleyrand a Napoleón cuando pretendió dar constituciones democráticas a todos los pueblos de Europa, oprimidos por monarquías absolutas, invadiéndolos:
“Señor, con las bayonetas se pueden hacer muchas cosas, menos sentarse en ellas”. Los españoles, por nuestra historia del 2 de mayo, que Goya pone a la vista de todo el mundo todos los días en el Prado, deberíamos ser más conscientes sobre lo que significan semejantes aventuras en las que se mezclan los buenos sentimientos con la rapacidad más descarada. En el caso de Irak, la ingenuidad de los que como Aznar nos vendían la Guerra como una gran oportunidad para que España participase en el negocio de la reconstrucción del país, quedo clara. Aun reconociendo el progreso político del Irak actual, no se puede negar que el precio final que los norteamericanos han pagado en bajas y sufrimiento ha sido muy grande. Es lo que cuesta mantener su supremacía mundial.
Pero, en esta ocasión la América de Obama se muestra más reacia a una campaña bélica como la de Irak. El peso lo están descargando en países como Francia, que se empeña por medio de su “petit Napoleón”, en organizar una armada europea justiciera. Y aquí está el problema que hace esta guerra diferente de la de Irak: que Europa no es una nación unida y compacta como EE. UU. y, por tanto, inmediatamente surgieron las desavenencias en la dirección del mando político militar entre Alemania, Francia e Italia. En el momento en que los norteamericanos dejan de estar interesados en dirigir las operaciones de la OTAN, surgen las discrepancias sobre quién debe mandar. Lo que nos lleva a pensar que una Europa sin la tutela de la nurse americana lleva a las disputas y enfrentamientos más graves entre los pupilos. Por eso España, que no tiene una posición de fuerza e influencia en Europa equivalente a Francia o Alemania, debería ser mucho más cauta a la hora de aventurarse en una nueva guerra de objetivos tan ambiciosos como difíciles de lograr sin sufrir bajas humanas y sin grandes costes económicos.

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