martes, 13 de septiembre de 2011

Filosofía y Sentido de Vida

Ayn Rand
Febrero 1966

Puesto que la religión es una forma primitiva de filosofía – un intento de ofrecer una visión integrada de la realidad – muchos de sus mitos son alegorías distorsionadas y dramatizadas que están basadas en algún elemento de verdad, en algún aspecto real (aunque a veces muy difícil de captar) de la existencia del hombre. Una de esas alegorías que es especialmente aterradora para los hombres es el mito de un “contable” sobrenatural del cual nada puede ser ocultado, alguien que mantiene un registro de todas las acciones del hombre – de lo bueno y lo malo, lo noble y lo vil – con el cual confrontará a cada hombre el día del juicio final.

Ese mito es verdad, no existencialmente pero sí psicológicamente. El impávido contable es el mecanismo integrador del subconsciente del hombre; el registro es su sentido de vida.

Un sentido de vida es lo equivalente pre-conceptual a una metafísica; es una evaluación, emocional y subconscientemente integrada, del hombre y de la existencia. Es lo que determina la naturaleza de las respuestas emocionales del hombre, y la esencia de su carácter.

Mucho antes de ser capaz de comprender un concepto como “metafísica”, el hombre toma decisiones, forma juicios de valor, siente emociones, y adquiere una cierta visión implícita de la vida. Cada elección y juicio de valor implica una cierta evaluación de sí mismo y del mundo que le rodea, y más concretamente, de su propia capacidad para lidiar con el mundo. Uno puede llegar a sus conclusiones de forma consciente, y esas conclusiones pueden ser verdaderas o falsas; o uno puede ser mentalmente pasivo, y simplemente reaccionar a los acontecimientos (o sea, simplemente “sentir”). Pero sea cual sea el caso, su mecanismo subconsciente resume sus actividades psicológicas, integrando sus conclusiones, reacciones o evasiones en una suma emocional que establece un modelo de conducta y se convierte en su respuesta automática al mundo que le rodea. Lo que empieza como una serie de conclusiones (o evasiones) independientes y puntuales sobre sus problemas particulares se torna un sentimiento generalizado sobre la existencia, una metafísica implícita con el poder motivacional de una emoción básica y constante, una emoción que es parte de todas sus otras emociones y permea todas sus experiencias. Eso es un sentido de vida.

En la medida en que un hombre es mentalmente activo – es decir, está motivado por el deseo de conocer y de comprender – su mente funciona como la programadora de su ordenador emocional, y su sentido de vida se va desarrollando hasta convertirse en la brillante contrapartida de una filosofía racional. En la medida en que un hombre evade, la programación de su ordenador emocional se realiza por influencia del azar; por impresiones, asociaciones e imitaciones aleatorias, por trozos sin digerir de las banalidades en su entorno, por ósmosis cultural. Si la evasión y la pereza son el método predominante de funcionar de un hombre, el resultado es un sentido de vida dominado por el miedo: un alma que es como un pedazo deforme de arcilla, estampado con pisadas que van en todas direcciones. (Años después, este hombre se lamentará de haber perdido su sentido de identidad; el hecho es que nunca lo adquirió.)

El hombre, por su naturaleza, no puede evitar el generalizar; no puede vivir un momento tras otro sin contexto, sin pasado o sin futuro; no puede prescindir de su capacidad de integración – es decir, de su capacidad conceptual – y reducir su consciencia a la de un animal, a un plano perceptual. Así como la consciencia de un animal no puede ser expandida para lidiar con abstracciones, la consciencia del hombre tampoco puede ser reducida a lidiar sólo con cosas concretas e inmediatas. El poderosísimo mecanismo integrador de la consciencia del hombre existe desde que éste nace, y la única opción del hombre es o dirigirlo o ser dirigido por ese mecanismo. Como es necesario un acto de voluntad – un proceso de pensamiento – para usar ese mecanismo con fines cognitivos, el hombre puede de hecho evadir ese esfuerzo. Pero si lo evade, el azar asume el control: el mecanismo funciona por sí solo, como una máquina sin conductor; continúa integrando, pero integrando a ciegas, incongruentemente, al azar, no como un instrumento de cognición sino como un instrumento de distorsión, de engaño y de terror de pesadilla, un instrumento empeñado en destruir la consciencia del procesador que le abandonó.

Un sentido de vida se forma a través de un proceso de generalización emocional que podemos describir como la contrapartida subconsciente a un proceso de abstracción, puesto que es un método de clasificar e integrar. Pero es un proceso de abstracción emocional: consiste en clasificar las cosas de acuerdo a las emociones que ellas suscitan, es decir, es el proceso de agrupar, por asociación o connotación, todas las cosas que tienen el poder de hacer que un individuo sienta una emoción idéntica (o parecida). Por ejemplo: un barrio nuevo, un descubrimiento, una aventura, un esfuerzo, un triunfo; o: los vecinos de enfrente, un cuento memorizado, una excursión en familia, una rutina conocida, la comodidad. A un nivel más adulto: un héroe, la silueta de la ciudad de Nueva York, un paisaje soleado, colores puros, música sublime; o: un hombre humilde, un pueblo viejo, un paisaje nublado, colores turbios, música popular.

Qué emociones específicas serán despertadas por las cosas en estos ejemplos, así como sus respectivos denominadores comunes, depende de qué cosas encajen dentro de lo que un individuo tenga como visión de sí mismo. Para el hombre de autoestima, la emoción que une las cosas en la primera parte de estos ejemplos es admiración, exaltación, un sentido del desafío; la emoción que une las cosas en la segunda parte es repulsión o aburrimiento. Para el hombre sin autoestima, la emoción que une las cosas en la primera parte de estos ejemplos es miedo, culpa, resentimiento; la emoción que une las cosas en la segunda parte es alivio al miedo, confianza, la seguridad sin pretensiones que proviene de la pasividad.

Aunque tales abstracciones emocionales se convierten en una visión metafísica del hombre, su origen está en la visión que tiene cada individuo de sí mismo y de su propia existencia. El criterio de selección tácito y subconsciente que forma sus abstracciones emocionales es: “Lo que es importante para mí”, o: “El tipo de universo que es bueno para mí, en el cual yo me sentiría cómodo”. Son obvias las enormes consecuencias psicológicas que se derivan de esto, dependiendo de si la metafísica subconsciente de un hombre está en consonancia con los hechos de la realidad o los contradice.

El concepto clave, al formar un sentido de vida, es el término “importante”. Es un concepto que pertenece al reino de los valores, puesto que implica una respuesta a la pregunta: Importante ¿para quién? Y sin embargo, su significado es diferente al de otros valores morales. “Importante” no significa necesariamente “bueno”. Significa “una cualidad, carácter o condición capaz de atraer la atención o la consideración” (The American College Dictionary). ¿Qué es, en el sentido más fundamental, lo que merece la atención o la consideración de alguien? La realidad.

“Importante” – en su sentido esencial, para distinguirlo de sus otros usos más restringidos y superficiales – es un término metafísico. Tiene que ver con ese aspecto de la metafísica que sirve como puente entre metafísica y ética: con una visión fundamental de la naturaleza del hombre. Esa visión engloba las respuestas a preguntas tales como si el universo es cognoscible o no, si el hombre tiene el poder de libre albedrío o no, si puede conseguir sus objetivos en la vida o no. Las respuestas a tales preguntas son “juicios de valor metafísicos”, pues forman la base de la ética.

Sólo aquellos valores que un hombre considera o llega a considerar “importantes”, los valores que representan su visión implícita de la realidad, permanecen en su subconsciente y forman su sentido de vida.

“Es importante entender las cosas” – “Es importante obedecer a mis padres” – “Es importante actuar por mí mismo” – “Es importante agradar a otros” – “Es importante luchar por lo que yo quiero” – “Es importante no hacer enemigos” – “Mi vida es importante” – “¿Quién soy yo para meterme donde no me llaman?” El hombre es un ser que hace su propia alma, y es de tales conclusiones de lo que el contenido de su alma está hecho. (Por “alma” quiero decir “consciencia”).

La suma integrada de los valores básicos de un hombre es su sentido de vida.

Un sentido de vida representa las primeras integraciones de valor que hace un hombre, y éstas permanecen en un estado fluido, plástico y fácilmente alterable hasta que él adquiera el conocimiento para alcanzar un control conceptual total y de esa forma poder dirigir su mecanismo interno. Un control conceptual total significa un proceso de integración cognitiva dirigido conscientemente, lo que significa: una filosofía consciente de la vida.

Cuando un hombre llega a la adolescencia, su conocimiento es suficiente para tratar con temas fundamentales en su sentido más amplio; ese es el momento en el que se da cuenta de la necesidad de traducir su incoherente sentido de vida a términos conscientes. Es el período en el que intenta encontrar cosas como el sentido de la vida, principios, ideales, valores, y desesperadamente, su auto-afirmación. Y – puesto que no se hace nada, en nuestra cultura anti-racional, para ayudarle a una joven mente en esta crucial transición, y se hace todo lo imaginable por obstruirla, mutilarla y atontarla – el resultado es la irracionalidad frenética e histérica de la mayoría de los adolescentes, sobre todo hoy día. Su agonía es la agonía del no-nacido, de mentes sufriendo un proceso de atrofia justo en el momento que su naturaleza ha establecido para que crezcan.

La transición de pasar de ser guiado por un sentido de vida a ser guiado por una filosofía consciente toma muchas formas. Para esa rara excepción que es un niño completamente racional, es un proceso natural y fascinante, aunque difícil, el proceso de validar y si es necesario corregir en términos conceptuales lo que él había simplemente sentido sobre la naturaleza de la existencia del hombre, transformando así una emoción sin palabras en un conocimiento claramente verbalizado, y estableciendo unos cimientos firmes, un cauce intelectual para el curso de su vida. El resultado es una personalidad plenamente integrada, un hombre cuya mente y cuyas emociones están en armonía, cuyo sentido de vida coincide con sus convicciones conscientes.

La filosofía de un hombre no sustituye su sentido de vida, el cual sigue funcionando como la suma automáticamente integrada de sus valores. Pero la filosofía establece los criterios de sus integraciones emocionales de acuerdo a una visión coherente y completamente definida de la realidad (siempre que, y en la medida en que, esa filosofía sea racional). En vez de deducir, subconscientemente, una metafísica implícita a partir de sus juicios de valor, ahora él consigue deducir, conceptualmente, sus juicios de valor a partir de una metafísica explícita. Sus emociones proceden de juicios con convicción total. La mente guía, las emociones siguen.

Para muchos hombres, el proceso de transición nunca ocurre: ellos no hacen ningún esfuerzo por integrar su conocimiento ni adquirir ninguna convicción consciente, y quedan a merced de su enmarañado sentido de vida como única guía.

Para la mayoría de los hombres, la transición es un proceso tortuoso y no del todo exitoso, un proceso que conduce a un conflicto interno fundamental: a un choque entre las convicciones conscientes de un hombre y un sentido de vida reprimido y no identificado (o sólo parcialmente identificado). Con frecuencia, la transición es incompleta, como en el caso del hombre cuyas convicciones no son parte de una filosofía totalmente integrada sino una mera colección de ideas al azar, desconectadas y a menudo contradictorias, y que, por lo tanto, no consiguen convencer a su propia mente contra el poder de su metafísica subconsciente. En algunos casos, el sentido de vida de un hombre es mejor (más próximo a la verdad) que el tipo de ideas que él mismo acepta. En otros casos, su sentido de vida es mucho peor que las ideas que profesa aceptar pero que es incapaz de practicar consistentemente. Irónicamente, son las emociones del hombre, en esos casos, las que actúan como vengadoras de un intelecto que ha sido ignorado o traicionado.

Para vivir, el hombre tiene que actuar; para actuar, tiene que tomar decisiones; para tomar decisiones, tiene que definir un código de valores; para definir un código de valores, tiene que saber lo que él es y dónde está; es decir, tiene que conocer su propia naturaleza (incluyendo sus medios de conocimiento) y la naturaleza del universo en el que actúa; es decir, necesita metafísica, epistemología y ética; lo que significa: filosofía. El hombre no puede eludir esa necesidad; su única alternativa es si la filosofía que le guía va a ser determinada por su mente o por el azar.

Si su mente no le proporciona una visión global de la existencia, su sentido de vida lo hará. Si sucumbe a siglos de asaltos perpetrados contra la mente, a tradiciones que ofrecen irracionalidades malvadas o disparates desvergonzados a guisa de filosofía – si se rinde, por apatía o perplejidad, si evade las cuestiones fundamentales y se preocupa sólo por los detalles concretos de su existencia cotidiana – su sentido de vida tomará las riendas: para bien o para mal (y normalmente, para mal), ese hombre queda a merced de una filosofía subconsciente que no conoce, que nunca ha verificado y que ni siquiera es consciente de haber aceptado.

Luego, viendo cómo su miedo, su ansiedad y su incertidumbre crecen año tras año, ese hombre se da cuenta de que está viviendo con una sensación de fatalidad desconocida e indefinible, como si estuviera a la expectativa de algún juicio final aproximándose. Lo que él no sabe es que cada día de su vida es el día del juicio: el día de pagar por las faltas, las mentiras, las contradicciones y las evasiones registradas por su subconsciente en los libros de contabilidad de su sentido de vida. Y en ese tipo de registro psicológico, las entradas en blanco son los pecados más negros.

Un sentido de vida, una vez adquirido, no es un tema cerrado. Puede ser modificado y corregido, fácilmente durante la juventud mientras aún es maleable, y con mayor esfuerzo y dificultad en años posteriores. Al ser una suma emocional, no puede ser modificado mediante un acto directo de la voluntad. Cambiará automáticamente, pero sólo después de un largo proceso de reacondicionamiento psicológico, cuando un hombre, si lo hace, cambie sus premisas filosóficas conscientes.

Lo corrija o no el hombre, esté en consonancia con la realidad o no, en cualquier nivel o estado de su contenido específico, un sentido de vida siempre mantiene una cualidad profundamente personal: refleja los valores más profundos del hombre y representa un sentido de la propia identidad de éste.

El sentido de vida de una persona concreta es difícil de identificar conceptualmente, porque es difícil de aislar: forma parte de todo en esa persona, de cada pensamiento, emoción y acción, de cada respuesta, cada elección y valor, cada gesto espontáneo, de su manera de moverse, de hablar, de sonreír, del total de su personalidad. Es lo que hace que sea una “personalidad”.

Introspectivamente, el sentido de vida de uno mismo es experimentado como algo primario, absoluto e irreducible, como lo que uno nunca cuestiona, porque la idea de cuestionarlo nunca le pasa a uno por la cabeza. Extrospectivamente, el sentido de vida de otra persona le aparece a uno como una impresión inmediata y a la vez indefinible – cuando se conoce poco a la otra persona – una impresión que a menudo se intuye como cierta pero que es a la vez exasperadamente escurridiza cuando se intenta verificar.

Esto lleva a mucha gente a pensar que el sentido de vida es el dominio de algún tipo de intuición especial, como algo percibible sólo a través de algún tipo de visión especial, no racional. Pero exactamente lo contrario es verdad: un sentido de vida no es algo primario e irreducible, sino una suma muy compleja; puede ser experimentado a través de una reacción automática, pero no puede ser entendido a través de ella. Para ser entendido, un sentido de vida tiene que ser analizado, identificado y verificado conceptualmente. Esa impresión automática – de uno mismo y de otros – es sólo una pista; si se deja sin traducir, puede ser una pista muy engañosa. Pero cuando esa impresión intangible se integra con un juicio consciente, si se basa en el juicio consciente de la mente de uno, entonces el resultado es la forma más exultante de certeza que uno puede experimentar jamás: la integración de mente y valores.

Hay dos aspectos de la existencia del hombre que son el ámbito especial, y la expresión, de su sentido de vida: el amor y el arte.

Me refiero aquí al amor romántico, en el sentido más serio de ese término (en contraste a las pasiones superficiales de aquellos cuyo sentido de vida carece de valores consistentes, es decir, de emociones duraderas aparte del miedo). El amor es una respuesta a los valores. Es del sentido de vida de una persona de lo que uno se enamora: de esa suma esencial, de esa actitud, de esa forma fundamental de encarar la existencia que es la esencia de una personalidad. Uno se enamora de la encarnación de los valores que forman el carácter de una persona, valores que ésta plasma en sus mayores objetivos o sus menores gestos, valores que crean el estilo de su alma, el estilo individual de una consciencia única, inimitable e irremplazable. Y es el sentido de vida de uno el que actúa como seleccionador, el que responde a lo que reconoce como sus propios valores básicos plasmados en la persona de otro. No se trata de las convicciones que uno mantenga (aunque éstas no son irrelevantes); se trata de algo mucho más profundo: de una armonía consciente y subconsciente.

En este proceso de reconocimiento emocional son posibles muchos errores y muchas trágicas desilusiones, porque un sentido de vida, por sí mismo, no es una guía cognitiva confiable. Y si hay grados de maldad, entonces una de las consecuencias más malvadas del misticismo – en términos de sufrimiento humano – es la creencia que el amor es una cuestión “del corazón”, no de la mente; que el amor es una emoción independiente de la razón, que el amor es ciego e impasible al poder de la filosofía. El amor es la expresión de la filosofía – de una suma filosófica subconsciente – y quizás ningún otro aspecto de la existencia humana necesite el poder consciente de la filosofía de forma tan desesperada. Cuando se convoca a ese poder para verificar y validar una evaluación emocional, cuando el amor es una integración consciente de razón y emoción, de mente y valores, entonces – y sólo entonces – se convierte en la mayor recompensa de la vida del hombre.

El arte es la recreación selectiva de la realidad de acuerdo a los juicios de valor metafísicos del artista. Es el integrador y el concretizador de las abstracciones metafísicas del hombre. Es la voz de su sentido de vida. Como tal, el arte está sujeto a un aura de misterio igual a la del amor romántico, a los mismos peligros, las mismas tragedias, y, a veces, a la misma gloria.

De todos los productos humanos, tal vez sea el arte el más importante personalmente para el hombre, y el menos comprendido.

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